Alejandra era una chica muy gordita, adolescente, llena de candidez y dentro de su personalidad extrovertida, se notaba el rubor en sus mejillas. Era muy habladora, no dejaba de pronunciar palabra tras palabra, y – como diría Benja, un amigo argentino – te hinchaba las pelotas hasta reventar. Recuerdo – muy fugazmente – que una vez me invitó a su fiesta de cumpleaños. Yo no quería ir, pero mi mamá insistió en que yo asista y no la desaire de esa forma, que siempre hablaba de mí y me trataba muy bien. No podía creer que mi progenitora sea cómplice de esa imaginaria relación que jamás podría llevarse a cabo, porque no me gustan las gordas, ni gorditas, ni nada por el estilo. Y menos aún, a esa edad, en la que era muy especial con mis amigas (tenían que ser delgaditas y tener una carita muy bonita).
Es 31 de diciembre, faltan unas horas para que el año 2008 se acabe, se extinga por completo, y de paso al 2009. Pensando en los gratos momentos que pasé con Alejandra, la “gordita” que – hoy en día – sería un verdadero idiota si la llamaría así, sería un estúpido. Ella está muy sexy, muy provocadora, radiante, y un cuerpo admirable. Ya dejó de ser esa chica con kilos de más, ya cambió y no puedo creerlo. Y yo me he avergonzado al verla, no pude resistir la tentación de hacerle un par de preguntas, pero de sólo pensar en eso me ruborizo y mi alma se llena de cobardía. Sigo caminando hacía mi trabajo y la presiento caminando detrás de mí (eso me vuelve más cobarde, y me desconcertó. Por eso estoy caminando rápido, no quiero que me alcance y me haga preguntas, porque presiento que no contestaré, me quedaré mudo, o en el peor de los casos, emita sonidos raros, y que mi rostro – al igual que mi polo – se pinte rojo.
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